Los organismos a lo largo del tiempo van evolucionando para adaptarse mejor a las condiciones reinantes en el medio o a los cambios que se van produciendo en el mismo, a fin de explotar con una mayor eficacia los recursos existentes. El caso del caballo es un buen ejemplo para poder apreciarlo, tal como se desprende de los estudios del gran paleontólogo George G. Simpson.
Así, a partir de pequeños cambios en el seno de sus poblaciones, y partiendo de ejemplares de principios del Eoceno (unos 53 m.a. atrás), de tamaño aproximado a un perro, como el Hyracotherium (o Eohippus), se ha ido modelando la estampa que tenemos del caballo (Equus), tal como lo conocemos en la actualidad. Así, en una tendencia continuada que llevó a la progresiva reducción de los dedos de las patas, hasta quedar reducido a uno solo en forma de casco, que permitió a estos équidos ser cada vez más veloces y poder huir así de sus depredadores o buscar mejores pastos lejanos, ya que a lo largo de ese proceso también pasaron de ser ramoneadores a herbívoros pastadores al ir modificando, a la vez que la estructura de sus patas, también la estructura de sus dientes, los cuales pasaron de presentar cúspides idóneas para cortar ramillas a tener coronas trituradoras adecuadas para machacar el pasto.
Los estadios intermedios de este proceso los tenemos representados por el Mesohippus, de principios del Oligoceno (unos 35 m.a. atrás), por el Merychippus, de mitad del Mioceno (unos 18 m.a. atrás) y por el Pliohippus, de finales del Plioceno (unos 2 m.a. atrás).
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